“Nadie llega a tierra prometida
sin antes pasar por el desierto”.
Anónimo.

Existen conexiones que no podemos ver, pero son tan fuertes que, si lastimas a una planta o a un animal, estos ponen en alerta a toda la naturaleza. Si respetas al desierto, él te respetará a ti, porque el que respeta a la naturaleza se respeta a sí mismo –me dijo Israel Nava, mi hermano y guía de desierto justo el día que llegamos a El Pinacate. Hablar con él es como hablar con el desierto. Puedes sentir su quietud, su sabiduría y una fuerte enseñanza: un buen caminante no deja huella.

He estado en la inmensidad del desierto defendiendo el silencio hasta alcanzar su plenitud, comprendiendo el mensaje de una huella que se borra en un par de horas, admirando a la vida en medio de la simplicidad y asimilando cómo es que un vacío puede llenarte. He estado ahí sentado en medio de una abundante duna de arena y he comprendido una cosa: el secreto de la plenitud en la vida no está en lo que nos falta, sino en lo que nos sobra.

El gran misterio es cómo el desierto puede sanar, fortalecer o recuperar nuestras conexiones internas, como de las que habla Israel sobre la naturaleza. Esas fuertes conexiones que nos permiten mirarnos y, al hacerlo, contactar con nuestro ser genuino. Es ahí donde viene la claridad, la ligereza y la paz. ¿Qué puede pasar durante 8 días en el desierto? A algunos nos ha trasformado la vida.

El vacío

Era el cuarto día de la Semana Santa del 2019 en El Pinacate. Terminábamos el desayuno y nos preparábamos para reunirnos a compartir nuestras experiencias cuando, de pronto, me sentí vacío, pero no de ese vacío que se asocia con ausencia y soledad; este era diferente, y desde luego que era un sentimiento nuevo. Caminé lentamente hacia la sombra que daban unas piedras volcánicas, pues ahí habíamos acordado reunirnos con el resto del grupo.

Me senté tratando de quedarme en mí, en esa sensación de vacío. Era algo bello, pero extraño, pues se trataba de un vacío que me llenaba, que me hacía sentir completo y suficiente. Fue la primera vez que pude palpar mi alma, al menos de manera consciente. No había nada que no fuera mío, todo lo que estaba ahí me pertenecía. Sentirlo es un verdadero regalo, puesto que puedes mirarte con nitidez, como a una casa cuando la vacías; es posible apreciar cada detalle, sin accesorios, todo lo que ves es la casa misma. Así me sucedió. Era yo. Sin adornos. Era solo yo.

Cuando el ser humano mira únicamente el vacío, siempre habrá algo que haga falta; siempre estará en la búsqueda de completarse, aunque se llene de cosas que no necesite. De ahí que la necesidad de cambio, e incluso el intento de convertirse en una persona diferente, vienen como consecuencia de permanecer lleno. El verdadero deseo del alma no es cambiar; es, aun cuando se llene, siempre permanecer vacía.

Caminar el desierto te da la posibilidad de soltar todo lo que te sobra y quedarte solo contigo. Si aprendes a mirarte, te sentirás suficiente y justo ahí. Una nueva vida ha sido puesta en tus manos.

El peligro

Era enero de 1986. Tenía apenas unos días de nacido cuando tuve el primer encuentro con mi abuelo “Palalo”, así le decíamos. Creo que fue algo especial, pues sembró una gran semilla en mi interior. Ese día, al mirarme, dijo: –¿Ya vieron al Peligro?–las risas no se dejaron esperar, dado que mi Palalo era experto en ponerle sobrenombre al que se le pusiera enfrente. Y sí, por algún tiempo, para mis tíos y primos, fui “El Peligro”.

Pasaron unos cuantos años, y le pregunté a mi papá: –¿Por qué me dicen El Peligro? –Así te apodó tu Palalo –me respondió. –¿Y por qué me llamó así? –le pregunté. –Desde que te vio, supo que serías un gran niño, que tienes el potencial de lograr lo que te propongas. Tú viajarás por el mundo y lograrás grandes cosas –me dijo mi papá.

Aunque era pequeño, recuerdo textualmente su respuesta. Mentalmente la entendí poco, pero emocionalmente fue algo importante, como si una semilla hubiera germinado en mí. Desde niño me ha gustado ser parte de grandes proyectos, y muy en mi interior, ante cualquier desafío, creo que lo puedo lograr. Esto se lo debo a mis padres. Siempre han creído en mí y han estado cerca para reforzarlo. Así de fuertes son las creencias y todo lo que viene de ellos. Soy afortunado.

La mayoría asocia el peligro con una amenaza. Para mí, desde pequeño significa tener el don de lograr grandes cosas. Los seres humanos tenemos el potencial de lograr lo que nos proponemos, y quizá no haya nada de especial en eso. Nuestra gran fortuna es la capacidad de germinar las semillas en nuestro interior que nos lleven a liberar nuestros dones.

El gran conflicto interno al que se enfrenta la humanidad es esa lucha entre su capacidad de lograr lo que se propone y la plenitud, puesto que, en muchas ocasiones, lo que antecede al logro es un atentado a nosotros mismos y a nuestros límites de bienestar.

Si vas a llevarte al límite, debes saber dónde es el límite, ya que ningún logro justifica pasar por encima de nosotros, pues se pierde la ligereza, la plenitud y la vida. Vivir significa presencia, puesto que lo que realmente nos hace sentir vivos son esos pequeños momentos cuando logramos estar en nosotros. Centrar nuestra vida solo en querer tener enloquece al corazón. Por eso, en el saber contenerse se encuentra una plenitud perdurable.

El verdadero peligro esta en la pérdida de sí que viene con la exigencia desbordada por lograr los objetivos. En el jalar, empujar, brincar y forzar que las cosas pasen. Existe la creencia de que siempre se puede lograr más, como si nada fuera suficiente, como si el tiempo fuera poco, como si al lograr más ganáramos vida. Sin embargo, siempre podremos elegir entre mirar el vacío y lo que no tenemos, o mirar lo que somos, lo que hemos logrado hasta ahora, y construir a partir de ahí. La amenaza no está en nuestro potencial, sino en la ausencia de pausas para rencontrarnos.

Una pausa para seguir

En junio de 2016, muchos logros se habían materializado a consecuencia de mi tenacidad, preparación, disciplina y constancia. Lo recuerdo perfecto. Solo seguía una agenda, con espacio para todo, menos para respirar. No había queja, pues era todo lo que había anhelado desde siempre. Hay mucha satisfacción en ello, pero el precio de desbordar nuestros límites es muy alto.

Me encontraba impartiendo un taller después de meses, quizá años, de intenso trabajo, de constante preparación y esfuerzo. De pronto, mi cuerpo perdió fuerza, color, visión y voz. Desperté como en otra dimensión. Mis creencias eran asaltadas por una ola de nuevas ideas, de formas de ver la vida, de sensaciones y emociones que hasta la fecha no puedo poner en palabras. Podía estar en muchos lugares a la vez. Sentía un abundante miedo mezclado con “flashazos” de paz.

Era una locura interior. Me sentía morir, pero me negaba a morir. Era como algo que me forzaba a parar. Había desbordado el límite y, como cualquier máquina, cuando esto pasa, se apaga. Los médicos diagnosticaron una fuerte intoxicación por alimentos, pero, por una extraña razón, las medicinas no funcionaban, como si hubiera algo más allá por sanar.

Después de esto viví un año y diez meses con una salud inestable, sin poder trabajar. Era una invitación forzosa a permanecer quieto. Uno de los médicos a los que acudí me dijo: –Ya no tienes nada, sólo debes darle espacio a tu cuerpo para que se recupere–. No lo entendí. Tenía más de 30 años creyendo que la velocidad es el principal recurso para lograr lo que te propones. No podía parar.

En mayo de 2017, conocí a Óscar Boule en un encuentro de los líderes y coaches más importantes de América Latina. Óscar realiza dos viajes al año al desierto del Sahara, en África, durante 8 días. Después de respirar tres veces, inició su conferencia con voz pausada. Yo estaba en primera fila, como si estuviera esperando una respuesta de vida.

Dijo cosas hermosas sobre el desierto. Cosas que verdaderamente invitaban a vivir la experiencia. Recuerdo una con mucha fuerza: El desierto te enseña a sostenerte. –¿Cómo? –pregunté efusivamente. Tenía un año intentando hacerlo. –¿No lo sabes? –me respondió. –Te he visto sostenerte todo este tiempo –me dijo– y continuó con su conferencia.

Convivimos un par de días más. Sostuvimos conversaciones cortas, pero de esas que se quedan para toda la vida. Parecía que nos conocíamos desde siempre. Me asombraban sus pausas y el tiempo que se daba para respirar. Al despedirse de mí, nos abrazamos, respiró, no dijo nada y se fue. Me quedé quieto, intentando asimilar qué había significado eso, pero era demasiado pronto para entenderlo.

Es difícil aceptar que en un mundo acelerado, donde el tiempo es corto, hay espacio para pausas. Algunos asocian parar con conformismo, e incluso hablan de ello como si fuera algo gravemente malo. Yo promuevo sacar lo mejor de ti e incluso profesionalmente me dedico a eso, pero cuando hablo de hacer una pausa no me refiero a quitar el esfuerzo y la dedicación por cumplir los anhelos, me refiero a darte la oportunidad de detenerte, rencontrarte y seguir. Esa, desde mi experiencia, es la clave para sostenerse, pues si te has sentido morir, quizá solo necesitas una pausa.

Pies descalzos

Ese mismo año, en octubre, viajé a Marruecos para vivir la experiencia en el desierto. Los meses antes del viaje fueron de mucha adrenalina, emociones y pensamientos que se vienen a la mente cuando te imaginas en medio de la nada. Sumado a esto, todas las historias de terror que muestran algunas películas sobre el desierto. Me sentía verdaderamente aterrado. Mi salud todavía no era buena, y con ello el miedo crecía. Decidí continuar porque era de esas veces que sabes que, aun con lo que sientes, debes estar ahí.

Llegamos una mañana al aeropuerto de Marrakech, y de ahí viajamos en una vagoneta hasta un pueblo llamado Zagora. Ahí nos recibió  Yusef, vestido de blanco y con parte de su cabeza cubierta con un cheche. Nos ofreció una taza de té, pero no pude tomarla. Me sentía muy nervioso; en el fondo sabía que algo grande estaba por suceder. Tomé mi teléfono y llamé a casa. Necesitaba un “apapacho” de Laura, mi esposa, que, siempre tan acertada, me dijo: –Desconéctate y disfruta la experiencia.

No subimos a unos vehículos todo terreno para adentrarnos en el desierto. Me sentía literalmente en una película. Ya no sabía qué me daba más miedo: ir al desierto o ir a toda velocidad en un todo terreno con un par de árabes.

Cayó la noche, y en un momento, la luz del vehículo iluminó al frente la silueta de una persona. El chofer se detuvo, bajó del auto y se sentó con él, en medio de la nada. “¿Qué no tienen prisa?” –me pregunté. Después de una plática corta y un cigarro entre ellos, continuamos nuestro camino.

Después de un tiempo llegamos al campamento. Ahí ya nos esperaba un grupo de bereberes, quienes nos guiarían y asistirían durante nuestros 8 días en el desierto. Había poca luna, así que la luz era escasa. Elegimos nuestra tienda de acampar y después nos reunimos los quince caravaneros en la haima, algo así como una estancia al estilo árabe.

Sentados ahí, mientras esperábamos la cena, justo cuando estábamos todos, Óscar dijo: –Entramos en tiempo bereber –¿Qué significa eso? –pregunté al instante. –Ellos no usan reloj. Viven al ritmo natural de la vida, así que la cena puede llegar en cualquier momento.

Pasaron como 30 minutos, y entre piedras y oscuridad, se escucharon unos pies descalzos acercándose. Era Hamid; venía a ofrecernos té y se veía inmensamente feliz. En cuestión de segundos, llegaron a mí infinidad de preguntas. Aún tenía arraigada la conducta de la velocidad. No podía concebir lo que había visto. Este hombre se veía verdaderamente feliz. ¿Qué es lo que en realidad importa? ¿Cómo puede ser feliz alguien en medio de la nada con comodidades escasas? ¿Cómo puede estar tan en paz con quince personas esperando de cenar? ¿De qué me estoy perdiendo? Y una lista interminable de cuestionamientos. La cena llegó, el cansancio del largo viaje se hizo presente y nos fuimos a dormir.

Me llevó tiempo digerir esta parte de la experiencia. Parece fácil comprenderlo, pero no es así cuando estás atrapado en un mundo de creencias de que siempre tienes que dar más. La sorpresa fue grata. Con el tiempo comprendí que en la simplicidad de la vida esta la alegría. Por eso el sabio deseo del alma, por más que actué: nunca contener nada. 

El bautizo

Era nuestra primera mañana en el desierto y después del desayuno tomamos el camino hacia nuestro próximo campamento. Antes de salir, Óscar dijo: –Hamid siempre va enfrente y yo atrás. Con esto, cada uno encuentre su mejor lugar–. No pude esperar y me puse en marcha, forzando mi cuerpo para siempre mantenerme enfrente, justo a un par de metros de Hamid. Me salía del camino, brincaba piedras, caminaba a toda velocidad, casi a punto de trotar, ¿Qué había a mi alrededor? No lo sé. Solo tenía tiempo y energía para avanzar rápido y mantenerme enfrente.

Al poco tiempo, mi energía empezó a bajar y pensé que era buena opción probar ir en otros espacios de la fila. Sin darme cuenta, me quede hasta atrás. Hasta Óscar iba frente a mí. Me encontraba en último lugar de la fila. Cuando fui consciente de ello me detuve, miré a todos lados, me sentí ligero, me sentí fuerte, me sentí sano. Justo ahí comprendí qué era lo que aún no había sanado en mí. Comprendí entonces a lo que se refería el médico con “darle espacio a mi cuerpo para que se recupere”. Fue un momento mágico. Después de un año y diez meses, me sentía lleno de vida, más fuerte que nunca. Inmediatamente pensé en Laura y mis hijos. Deseaba abrazarlos y decirles que había sanado. Respiré, respiré de nuevo, y sentí que volví a nacer.

Después de esta pausa, miré al grupo y todos brincaban de felicidad pues habían encontrado un pozo con agua. Todos me esperaron ahí y me recibieron como si supieran lo que acababa de vivir. Me acerqué al pozo, y Hamid tomó una hueja con agua, mojó mi cabeza y dijo en español: –Te estoy bautizando–. Una coincidencia sorprendente. No entendí lo que pasó hasta tiempo después, cuando conocí a Israel y me habló de las conexiones.

La lección fue grande y fuerte. También se siente bien ir atrás. También hay riqueza para los que van a lo último. También hay ganancia cuando das espacio para que otros tomen la delantera. Fue así como aprendí a elegir mis batallas y a ver el éxito como el logro de llegar al lugar donde anhelas con la tranquilidad de que te has respetado durante el viaje.

Soltar el ancla

Cuando ya llevábamos tres días en el desierto, nos encontrábamos en medio de un inmenso mar de dudas. Caminábamos desde temprano hacia nuestro campamento, con un calor intenso. Algunos avanzamos ese día en camello. La vista era increíble. El grupo estaba cada vez más integrado, cada uno caminando su propia historia en el silencio y la quietud de la arena.

Paramos para descansar, tomar agua y comer unos dátiles. Te aseguro que no hay nada más delicioso que unos dátiles en medio de la nada. Al sentarnos, todos suspiramos. Puedo afirmar que no eran los kilómetros avanzados, sino la batalla que cada uno estaba enfrentando, puesto que no hay nada que queme más calorías que ocuparse de uno mismo.

Un poco asoleados, llegamos a un campamento asentado a los pies de la “gran duna”, que era en verdad impresionantemente grande. Ya nos esperaba una taza de té, la cual siempre agradecíamos porque nos ayudaba a mantenernos hidratados.

Después de comer, salí a caminar un poco; necesitaba un espacio para mí. Elegí una duna que estaba por ahí, y que parecía estarme esperando. Me senté y empecé a repasar todo lo vivido hasta ese día. Aprendía a valorar cada vez más las pausas, el silencio y la quietud.

El primer día en el desierto, todos los del grupo manifestábamos nuestra ansiedad por saber qué seguía, a qué horas íbamos a comer, cuándo llegaríamos al próximo campamento, cuántas horas caminábamos, etcétera. Para todo eso recibíamos una sola respuesta: –Inshalla, que en español significa “Dios dirá”.

En la cultura bereber, el presente es lo más importante. Disfrutan el ahora y confían en el futuro. Ahí comprendí la felicidad con la que viven. Claro, aquel día de los pies descalzos la noche era perfecta, había muchos motivos para estar feliz. 

Después de reflexionar unos minutos sentado en la duna, sentía algo así como un peso en mi brazo derecho. Me surgieron muchas hipótesis de lo que podría ser, pero hubo una que me hizo mucho sentido. Traía en mi muñeca derecha una pulsera con un ancla. Me la quité y, al hacerlo, pude ver la necesidad de soltar; soltar todo aquello que me enfermaba. Había comprendido que era momento de dejar morir todo aquello que mi alma había almacenado, esa elocuente necesidad de siempre ir enfrente, de avanzar a toda velocidad. Era el momento de dejar ir al Peligro.

Lo dudé, pues sabía que no habría marcha atrás, pero me sentí seguro de hacerlo. Era el momento de renacer, era el momento de empezar a lograr grandes cosas, consciente del presente y disfrutando del viaje. Cavé un pequeño hoyo con mis manos. Agradecí, lloré y solté el ancla.

La vida se trata de ir atrás, en medio y al principio; de perder, de ganar, de reír, de llorar; esa es la vida real y no hay nada de malo en ello. Cada persona vive su momento y es perfecto. Decidí que no quiero que se me vaya la vida en ir siempre adelante, al frente, porque para lograrlo se requiere ir a toda velocidad y, al hacerlo, no disfrutas del viaje ni a los que te acompañan.

Decidí hacer menos y disfrutar más. Decidí correr menos y caminar más. Me simplifiqué, empecé a caminar descalzo, a tomar té, a abrazar en silencio, a pensar menos y sentir más. Hoy, así es suficiente. Mañana, inshalla.

El Pinacate

El ancla permite que el barco permanezca quieto a pesar de las corrientes. Da seguridad ante la adversidad. Si dejas una, necesitarás otra para mantener tu estabilidad.

Sostenerse a sí mismo después de renunciar a la forma como se han hecho las cosas por mucho tiempo es un verdadero desafío. Algunos tenemos que ir al otro lado del mundo para lograrlo. No importa el precio que haya que pagar por encontrarte y vivir ligero, pues te aseguro que nada es más costoso que acostumbrarse a andar perdido. Han pasado ya algunos años desde aquel día en la gran duna. Lo mejor vino después. Así pasa cuando encuentras tu lugar, pues al hacerlo llega una larga vida.

Me encontré con un nuevo lugar. Todo lo que te cuente sobre él será poco, por lo grande y maravilloso que es. Un lugar único en el mundo. No hay nada que se asemeje a sus características. En él se unen la quietud del desierto, la vitalidad del mar, la contención de sus volcanes y la fuerza en su río de lava. Tiene los mejores atardeceres, que te sorprenden cada día con su diversidad de colores al caer la tarde, y por la noche te muestra las estrellas tan cerca que hasta parece que las puedes tocar. Estar en El Pinacate es contactar con las conexiones de la sabiduría de todo lo que ahí se une.

Sigo soñando grandes proyectos. Ahora con mucha más fuerza, con más vitalidad, con más pausas. Dedico una parte de mi vida a acompañar a otros a contactar con el desierto, a encontrarse, elegir sus batallas y armonizar sus conexiones. Invité a Óscar a México. Ha sido un generoso maestro al heredarme las expediciones al desierto. Juntos hicimos, con un grupo, un viaje por El Pinacate. Las historias y vivencias son increíbles. Es una experiencia que todos deberían vivir. Desde entonces vienen personas de muchas partes del mundo, algunos a conocer El Pinacate y otros a conocerse a sí mismos.

La montaña sagrada

Era el tercer día en el desierto de El Pinacate, durante una de las primeras expediciones que realicé. Acampamos en medio de unas montañas. Aunque era de noche, el lugar se veía increíble, pues estábamos acompañados por una gigantesca luna llena que generosamente nos daba claridad. El frío se intensificaba, y el grupo empezaba a integrarse y a desconectarse de todo para conectarse en cada uno.

Por la mañana, después del desayuno, emprendimos el viaje. Este sería de los caminos más largos que recorreríamos durante toda la expedición. Había emoción en el grupo. Aunque ellos desconocían realmente hacia donde íbamos, el alma siempre sabe cuando algo grande está por pasar.

Nos habíamos preparado con comida y agua porque regresaríamos al campamento hasta la noche. Intenté omitir los kilómetros, pero por ahí había un letrero que decía: “24 Km. 12 horas en regresar”. Supongo que alguien quiso advertirnos de algo. Desde ese momento, algunos empezaron a dudar, y seguramente cada quien inició una batalla mental sobre continuar o quedarse en el campamento con el resto del equipo de apoyo de nuestro amigo Israel.

Caminamos unos cuantos kilómetros. El sendero y el paisaje estaban hermosos. Podías ver prácticamente cómo las dunas, los volcanes y el río de lava se hacían uno solo. Nos detuvimos a descansar y a comer unas naranjas (hay dos cosas verdaderamente deliciosas en el desierto: los dátiles y las naranjas). Se me acercó una persona del grupo y me dijo que quería regresar. Pregunté a Israel si eso era posible y respondió que sí. Un compañero de él la acompañó al campamento y nosotros seguimos nuestro camino.

Antes del mediodía, tres más decidieron regresar al campamento. Israel accedió y regresaron. El resto caminamos un poco más, y paramos a comer una lata de atún (no hay nada más bueno que una lata de atún, unos dátiles y unas naranjas en el desierto). A algunos del grupo ya les estaba ganando el cansancio. A uno de ellos se le comenzó a inflamar un pie.

Caía la tarde y nos encontrábamos camino a un lugar desconocido. Alguien del grupo preguntó: –¿Y si regresamos? –Todos nos miramos, conversamos y decidimos avanzar un poco más. Después de un tiempo, alguien más repitió la propuesta: –¿Qué tal si nos regresamos? –Lleguemos a esa montaña para ver si ahí es la cima –dijo alguien del grupo. Accedimos y caminamos hacia allá. Nuestros pasos eran ya más lentos. Llegamos a la montaña y había otra enfrente. Nos detuvimos, nos miramos y continuamos sin decir nada. Las palabras se habían ido, pero había una fuerte conexión entre nosotros. Las distancias entre uno y otro iban haciéndose menos, y cada vez más nos hacíamos uno.

El silencio cada vez era más fuerte. Subimos un par de montañas más y paramos. Frente a nosotros estaba un tramo más. Ahora sí parecía la cima. Nuestro compañero con el pie inflamado no podría avanzar más y nos dijo: –Suban sin mí. Los espero aquí.

Era una parte de la montaña muy inclinada y con mucha piedra pequeña suelta, casi convertida en arena. Avanzábamos lento y en silencio. De pronto, el que iba al frente se detuvo, nos miró y me dio el paso. Yo hice lo mismo con quien venía atrás de mí, y él a su vez hizo lo mismo, para darle el paso a la única mujer del grupo que había llegado hasta ahí. Fue ella quien llegó primero a la cima.

El último paso antes de subir es como la antesala para conocer a Dios. Tocas la cima y ves algo que jamás te imaginaste que podía existir. Con una sola mirada puedes ver las dunas, los volcanes, el río de lava, el cielo y el mar. A algunos nos ganó la emoción y lloramos. Otros brincaban de felicidad y otros simplemente no podían creer lo que estaban viendo.

Bajo un arbusto estaba una caja. La abrimos y encontramos en ella un libro con cientos de mensajes de personas que habían estado ahí. Me emocionó con mucha fuerza el tenerlo en mis manos, pues sabía que en esas páginas había muchas batallas ganadas. Todos escribimos, algunos mucho y otros poco, pero ese libro no vale por la cantidad de palabras que escribes, sino por todas las muestras de amor que están registradas ahí. Cada una de las notas está dedicada a alguien, a esa persona que quieres tener cerca cuando estás en la cima.

Después de escribir todos, nos abrazamos y comenzamos a prepararnos para regresar. Tomamos nuestra mochila y, antes de avanzar, llegó nuestro compañero, aún con su pie lastimado. Lo celebramos con gran alegría. Todos sabíamos lo que significaba llegar a la cima. Estuvimos un rato más, escribió en el libro, nos abrazamos de nuevo y nos pusimos en marcha. Antes de bajar, nos alcanzó Israel con uno de los compañeros que se había regresado al campamento antes de comer. –¡Qué bueno que están aquí! –les dije. Todos estábamos en verdad muy contentos. Había muy pocas palabras, pero bastaba con mirarnos para decirnos todo.

Bajamos ligeros, completos y con una fuerte conexión con nuestra alma, pues conversamos 12 horas ininterrumpidas con ella.

Aprendí que se puede llegar a la cima sin prisa; que no son los dátiles o las naranjas, sino con quién estás cuando los comes. Aprendí a disfrutar más cada momento. Aprendí que el verdadero triunfo no es llegar primero, sino que cuando llegues a la cima no te hayas perdido en el viaje.

Comprendí que debemos respetar el momento de cada uno y no juzgar nada de ello. Aprendí a acompañar sin invadir, a apoyar sin subsidiar. Aprendí a parar sin estancarme. Aprendí a ser luz, sin deslumbrar.

Las conexiones son fuertes –dijo Israel. Y tenía razón. Aún con la distancia y los años, nos seguimos queriendo, y cuando nos vemos a los ojos, sabemos que estuvimos ahí, viviendo un momento sagrado en la gran montaña.

El Elegante y yo

–Tómense de las manos, cierren los ojos y confíen –dijo Israel al grupo. Nos llevó por un sendero durante unos minutos. Nos detuvimos, nos colocó en fila horizontal y dijo: –Respiren y abran sus ojos. Teníamos frente a nosotros un inmenso vacío, una imponente invitación a hacer una pausa, a vivir ligero y en simplicidad. Estar ahí es una afirmación de que, al mantenerse vacío, llega la felicidad. Frente a nosotros estaba el cráter El Elegante.

Nos quedamos ahí, sin noción del tiempo, impactados por un cráter con una circunferencia casi perfecta, un lugar que cobija, un espacio protector de emociones, pensamientos, experiencias e incluso de personas que amas. Pero necesitas soltar, sabes que si las dejas ahí, el desierto las cuidará con amor y todo lo transformará en riqueza.

Estar en El Elegante es como conversar con I´itoi, dios de los Tohono O´odham (Gente del desierto) o Pápagos, como comúnmente se les conoce. Ese día caminábamos alrededor del cráter. Antes, me senté, había una puesta de sol realmente bella que invitaba a contemplarla. Después de un tiempo, me hice una pregunta, y como eco generado por el vacío del cráter, me llegó la respuesta. Continué con más preguntas y aparecieron más respuestas. Fue una bella conversación entre El Elegante y yo.

–¿Por qué has hecho tanto por mí? –fue mi primera pregunta.

–El desierto es muy generoso, pero nadie puede hacer algo por ti más que tú mismo. Aprendiste a mirarte y así recuperaste la vida.

–¿Por qué es fácil soltar aquí?

–I´itoi creó el desierto del Pinacate con más de 400 cráteres para que las personas puedan venir y dejar todo aquello que no les permite continuar su camino y ser fieles a sí mismos. Aquí lo cuidamos con amor.

–¿Y si me arrepiento de soltar?

–Con la misma generosidad que lo cuidamos, así te lo podemos regresar.

–¿Cómo puedo saber que estoy en el lugar correcto para cumplir mi propósito?

–Donde el alma sonríe, ahí es.

–¿Qué es lo más doloroso que has recibido?

–Nada es doloroso para el desierto, pues todo, absolutamente todo, fue hecho por amor.

–¿Entonces, cómo podemos dejar de sufrir?

–El sufrimiento está en aquel que depende de la alegría.

–¿Se puede vivir pleno?

–Si entiendes la vida, sí.

–¿Qué es lo que debo entender de la vida?

–Que también hay riqueza en el dolor, y también hay luz en la obscuridad.

–¿A quiénes debo invitar a vivir esta experiencia?

–Se cruzarán en tu camino de diferentes maneras. Al escucharte, en el fondo sabrán que llegó el momento de rencontrarse, y no podrán quitárselo de su corazón.

–¿Cuál es el secreto de la vida?

–El verdadero secreto es que todo esta ahí, en ti, esperando ser descubierto. Si quieres hacer algo grande por ti, sigue a tu corazón.

Llegó el momento de seguir caminando. Me despedí de El Elegante y me dijo: –En el silencio y la pausa puedes contactar con tu sabiduría.

Camino a casa

Después de estar 8 días en el desierto, regresar a casa representa un emotivo proceso de digerir lo vivido. Tu próximo encuentro es con las personas que amas, para ellos eres el mismo, pero en tu alma algo ha cambiado.

Puedo contarte muchas cosas que vienen después del desierto, pero nada se asemejará a la realidad, pues cada uno construye su propia historia.

Sé que viene lo mejor. Pero no me creas nada. Vívelo por ti mismo.

Inshalla…

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